martes, 20 de mayo de 2014

Pequeños, libres y matones


Escucho triste y estupefacto ciertas aseveraciones que argumentan el declive de la cultura, esa piedra angular de las sociedades modernas  que se desmorona por su propio peso a consecuencia de las decisiones políticas, la degradación familiar y la falta de un tejido articulado que la ensalce como nutriente y colorante alimentario de los cerebros humanos.
La perpetuación de la cultura hoy día es una labor que recae principalmente en los medios de comunicación y la institución educativa, unas vías a las que ha quedado relegada tras la desidia y pasividad de los padres y madres, esos que necesitan más tiempo para cumplir con los préstamos hipotecarios, dejarse la guita en el BodyBell® o comprarse un coche fardón.
Pese a esta asignación unilateral (nadie me dijo que tras opositar iba a estar vendido a los caprichos de la sociedad del bienestar), los profesores (infantil, primaria, secundaria y universitarios), los técnicos culturales (que engloban a diversas profesiones), e incluso los trabajadores de “La 2” (esa cadena televisiva que tanto ha hecho y hace por la cultura), nos encontramos atados de pies y manos trabajando por unos fines que pocas veces se ven satisfechos en pro del ciudadano.
La cultura mayúscula, aunque se encuentra flotando en bibliotecas, librerías, teatros, salas de exposiciones, auditorios, e incluso en la calle, está convirtiéndose en un patrimonio exclusivo, una propiedad de unos pocos que, como verdaderos caudillos, esconden a su antojo los fundamentos del pensamiento para dominar la democracia, esa por la que abogan desde todos los púlpitos, instigando a la ignorancia para apropiarse del voto ajeno.


Es hora  de que los insignificantes, los pequeños y otros seres diminutos, esa minoría que apostamos por una nueva cultura libre –que no libertaria-, seamos capaces de luchar contra los gigantes que no desean más que votantes androides y consumidores discapacitados. Es hora de que los ríos chiquitos se abran camino entre la maleza estúpida que cubre el mundo de política y otros efímeras necesidades, que fluyan en torrentes y cascadas, que se derramen sobre nosotros. Es hora de que leamos, de que cultivemos el intelecto (¡Ojo! No las cuatro lecturas obligatorias de los regímenes imperantes) y decidamos nuestro propio futuro desde un prisma individual, aunque colectivo.


Echen un ojo al Soy pequeñito de Juan Arjona y Emilio Urberuaga (editorial A buen paso) y subrayen ese mensaje exento de complejos y otras tonterías: cada uno en sí mismo, puede cambiar su propio mundo, y de paso, el de todos.

2 comentarios:

miriabad dijo...

Yo creo en la cultura. Es parte de nuestra naturaleza humana. Es imposible que nadie acabe con ella. Dejaríamos de ser humanos...
Otra cosa es el embrutecimiento, que es parte también de la naturaleza humana que puede crecer como una plaga asociado a cualquier circunstancia.
Por otro lado, me encanta Urberuaga. La última ilustración tiene muchos ecos "Monstruosos".

Román Belmonte dijo...

¡Ay, mi Miriam, qué avispá es, joder!¡Se fija en to'!