miércoles, 1 de marzo de 2017

9º Aniversario de DVLM LIJ Blog



Esa vez no lloré. Fruncí los labios y, agachando más la cabeza, agarré el lápiz entre mis dedos para que no saliese volando, apretando su punta de grafito contra el papel. Al mismo tiempo que recorría los trazos imaginarios de las palabras, rezaba por encajarlas entre aquellas dos líneas paralelas, pidiéndole a algún dios que las guiase para que no se saliesen del camino. Era un verdadero suplicio hacer todo esto mientras prestaba atención a los pasos de aquel verdugo, esperando en cualquier momento un golpe en la cabeza como premio a cualquier furtivo error. 
Dibujaba el primer arco de la m para después unirla con la a, todo ello con milimétrica proporción y a una velocidad constante. Seguía con otra m, que debía ser idéntica a la anterior, para terminar con el rabo de la última a, la que más me gustaba por anunciar el final. Pero esta mezcla de satisfacción y libertad duraba muy poco, ya que otra palabra me esperaba con impaciencia en el calvario que era aquel cuaderno de tez amarilla. 
Así aprendí a escribir: entre mucha pena, alguna lágrima y demasiados golpes, lo cual no dice mucho de mi entonces maestro.



Leer fue otra historia. Mucho más agradable, por supuesto. En un principio pensé que se debía al restringido uso de las manos, lo que para mí, niño de torpes ademanes, era un alivio. También creía que para ser un buen lector, se debía tener unos ojos grandes y despiertos como los míos para que no se escapase ni una zeta, y una imaginación enorme, como los viñedos de mi infancia, como el extenso horizonte de mi llanura infinita.



Aquella cartilla mugrienta que había pasado de padre a hermana, de hermana a prima y de prima a primo, era mejor compañía que el odioso cuaderno donde practicaba la caligrafía. Al principio no entendía nada. Labios y lengua tropezaban cada dos por tres con alguna letra, leía con torpeza. A lo sumo, como un robot. Poco a poco, las palabras fueron cobrando cierto sentido. Cuando leía mamá, veía su melena rubia, cayendo trastabillada sobre los hombros mientras frotaba las sábanas en el lavadero, sonriendo, sin saber porqué. Si la palabra era papá, siempre se repetía la misma escena: corría de un lado a otro, si no era detrás de algún animal, era por algún olvido. Él siempre ha sido así. 
Aquel librito se ensuciaba cada vez más. Cuando no era por las manchas del aceite que sazonaba las meriendas, recibía algún que otro pisotón, deteriorándose hasta tal extremo, que en vez de leer lengua castellana, me dedicaba a descifrar jeroglíficos de no-sé-qué civilización antigua. Si no hubiese sido por Javier, mi afición por las letras hubiese terminado así, de lamparón en lamparón...



Javier era hijo del maestro, de otro maestro. En su casa tenía una estantería rebosante de libros. Grandes, estrechos, largos, gruesos, nuevos, viejos, sin tapa, sucios, limpios, pequeños…, que además de guardar cientos de palabras nuevas y significados desconocidos, se podían tocar. Empecé aprendiendo algunas palabras, como isla, barco, tesoro; otras como selva, pantera o lobo. Algunas más extrañas: príncipe, planeta, astrónomo y baobab. Andrés y yo discutíamos sobre algunas palabras ¿Era más bonita cisne o pato? Nunca llegábamos a ninguna conclusión, pero ambos deseábamos tener un burro como Platero, pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón
Leímos toda la estantería, de arriba abajo, sin desdeñar ningún título. Aunque ya conocíamos las palabras más bonitas –mensaje, risa, chispa y arroz, carta, beso, paloma y rincón-, ansiábamos más. Decidimos salir a buscar más, y con algunas monedas, trabajo e ilusión las encontramos... 




En cientos de lugares, en cualquier momento, doblando cada esquina, trepando por el cordón de la vida, he encontrado montones de palabras, montones de significados. 
Y tras muchos viajes y algunos golpes, he ido coleccionando momentos, juntando palabras. Este es mi muestrario de palabras, este es el cuento de todas las palabras del mundo, escrito aquí para que nadie lo olvide, escrito aquí, sencillamente, por lo que tanto me costó en un principio, escribir.





Román Belmonte. 
Todas las palabras del mundo
Las imágenes que acompañan a este texto pertenecen a varias obras de Ruth Krauss y Maurice Sendak (il.) editadas originariamente por Harper & Row, entre las que están Open house to butterflies, I'll be you and you be me y A hole is to dig, publicada esta última en castellano (Un hoyo es para escarbar) por la editorial Kalandraka (2016, Vigo).



3 comentarios:

miriabad dijo...

La niñez... Con nueve añitos se ha visto muchas hormigas, lápices y gomas de borrar, muchas cartillas y dictados,... Y se está preparado para soñar, viajar y leer a todo pulmón.
Felicidades, Román. Por este aniversario y por tu blog. Que cumplas muchos más, y que nosotros lo veamos. Un abrazo monstruoso.

Rocío dijo...

Gracias, un placer leer tu blog, como siempre

Román Belmonte dijo...

¡Gracias a las dos por vuestros comentarios! (Esto de las redes sociales ha engullido por completo el feed-back de los blogs... :( Habrá que tomarlo como una prueba de fuego que espero que no prenda...)