miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Por qué buscamos utilidad a los libros infantiles? ¿Sirven para algo?



No es de extrañar que algunos padres piensen que los libros infantiles sirven para muchas cosas. Se supone que inculcar valores, modificar hábitos o enfrentarse a la muerte de un ser querido son algunas de las funciones de los libros para niños. Ya hay libros para todo (que no “de todo”). Para ir a la cama, para aprender a contar, títulos para combatir el racismo, que sirven para luchar contra el acoso escolar o el machismo, sobre la diferencia de clases o para dar visibilidad los refugiados de los conflictos bélicos.
Más que harto de constatar esta realidad tan presente en puertas de colegios y parques de recreo, empecé a darle a la manivela... ¿Qué nos ha traído hasta aquí? ¿Cómo hemos llegado a esta concepción tan utilitarista de la LIJ? ¿Cuáles son las causas de tamaño, a mi juicio, despropósito? ¿Está la ficción al servicio del mundo real?
He tenido ciertas ideas al respecto, y aunque no he podido contrastar muchas de ellas, aquí les dejo estos apuntes por si les sirven de ayuda a la hora de plantearse más interrogantes,... Ya saben, enriquezcan, rebatan o compartan sus opiniones... ¡Preparados, listos... YA!


Dos consideraciones iniciales:
El utilitarismo de la lectura y los libros para niños escritos por adultos

Para sentar la base de todo lo que apuntaré después, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos que, aunque resultan bastante obvios, se nos olvidan siempre que hablamos de cuestiones como esta.
En primer lugar les pregunto: ¿Para qué sirve la lectura? ¿Es útil? ¿Nos hace más libres? ¿Mejores personas o peores ciudadanos? ¿Más inteligentes? ¿Menos? ¿Guapos por dentro? ¿Feos por fuera? Seguramente cada uno tendrá sus propias respuestas, pero también les diré que encuentro excepciones a todas ellas (objetividad, poca). Leer vale para todo y para nada. Leer es importante pero al mismo tiempo una chorrada. Leemos para leer. Nada más. Unos leen (con sus razones o no, por supuesto) y otros no leen (idem que en el caso anterior). No obstante y si quieren profundizar más en esta controversia, les animo a que lean No es para tanto o La manía de leer de Víctor Moreno (mi autor favorito a la hora de desconectar del mundo de lectores meapilas) y se acuerden de un servidor cuando los terminen.
En segundo lugar quiero hacerles caer en la cuenta de que los llamados libros para niños no son creados por niños para que otros niños los lean, sino que son invenciones pergeñadas por adultos pero dirigidas el pequeño lector. Es decir, en su concepción misma, los libros para niños, no tienen su origen en la infancia, sino en el mundo adulto, uno que con frecuencia los despoja de cierta libertad y les sirve en bandeja lo que piensa que puede gustarles. Para qué les voy a engañar, la verdad es que veo ciertas similitudes con los caprichos de las deidades olímpicas para con los mortales. No me extraña que muchos niños quieran rebelarse ante semejante yugo...


Una pizca de historia...

Aunque podemos pensar que este utilitarismo del libro infantil es cosa de última generación, hemos de mirar hacia atrás para ver que esta situación no es nueva, sino que viene de lejos, de una época pasada.
La cosa empezó bien. Corrían tiempos en los que los seres humanos, las tribus, las familias, se reunían alrededor del fuego y contaban historias en las que la fantasía y la realidad aunaban sus fuerzas para entretener a todos los que allí se congregaban. Conforme crecía este acerbo cultural, las narraciones se volvieron más complejas y maduras, se enriquecieron de la vida misma.
No sabría decir si la cosa mejora o empeora cuando nace la escritura, esa que, al mismo tiempo, permite la conservación de estos primeros vestigios de la literatura infantil al paso que los prostituye en pro de la doctrina. Folcloristas como Perrault empiezan a incluir en estos relatos cambios que tienen que ver con los preceptos morales o las lecciones de vida. Es el germen de la literatura infantil al servicio de la pedagogía. (N.B.: Para profundizar más en el tema les indico esta entrada del blog de Pedro C. Cerrillo).
Si añadimos que la escuela se desarrolla y la lectura queda ligada más todavía a la adquisición de conocimientos que forman a los niños en diferentes disciplinas, la cosa se complica más todavía. Vamos, que lectura y aprendizaje se hacen inseparables desde entonces. Y si además añadimos que el colegio, esa institución en la que mucho tiene que decir el poder, está dirigida por la Iglesia y/o por lo que hoy día llamamos Estado, la lectura realizada por los niños, además de para aprender, queda adscrita al dogma, la moral, la fe o la ética. La infancia y su literatura nunca son independientes del mundo adulto y quedan supeditadas a un entorno en el que la intencionalidad es el fin. Los niños se pueden divertir a través de las palabras pero a cambio de obtener una serie de preceptos sociales, didácticos o dogmáticos.
Finalmente y para acabar medio bien, hace un par de siglos nacen los libros para niños como divertimento, para disfrutar y pasarlo bien, y se puede hablar así de una literatura infantil con dos vertientes que siguen vivas hasta el día de hoy, la del ocio y la de la didáctica.


Censura casera

Teniendo en cuenta lo que se ha dicho y desgranando más todavía esas cuitas que sobre la literatura infantil ha tenido el poder adulto (léase familiar, estatal o eclesiástico), no es una cuestión baladí la de prestar atención a la serie de mecanismos que se han ido desarrollando para “mantener a raya” (entrecomillo para que sonrían) a los pequeños lectores.
Censura, intervencionismo paterno, reprobación..., pueden darle el nombre que quieran, pero todas ellas se refieren a la capacidad de seleccionar, en este caso, las lecturas de nuestros hijos, sobrinos y nietos. Seguramente ustedes ya están pensando en las tretas del fascismo o el comunismo, y se les ocurren un sinfín de obras infantiles censuradas a lo largo de la historia (Además de La cocina de noche de Sendak o la última edición de la colección Los Cinco de Enyd Blyton, vean este post monográfico sobre la censura en la LIJ), pero lo cierto es que nadie habla de la censura privada, esa que tiene lugar en escuelas, bibliotecas públicas, jardines de infancia o sobre la estantería del salón. No es necesario que en la censura intervengan los gobiernos de un vasto territorio. No. La censura se puede llevar a cabo desde posiciones más modestas como las que ocupan todos aquellos que pululan en torno al libro. Padres o docentes, libreros o editores, pueden funcionar como agentes censores.
Muchos de ellos apelan a la capacidad empática de los alumnos (“¡Como esto lo lean mis alumnos se echan a llorar!”) o a las posibilidades comerciales de ciertas obras (“Es una maravilla pero seguro que si lo publico no vendo ni un ejemplar”) para no salirse de ciertas tipologías y aferrarse a lo que ellos consideran apropiado, pero lo cierto es que todo tiene el mismo nombre.
No creo que utilizar las preconcepciones sobre los lectores para justificar nuestros miedos, vergüenzas y prejuicios sea una forma sana de aupar la lectura, sino más bien de coartarla. Sería más sencillo ofrecer, guiar y que él niño seleccione, a reprimir el deseo lector con tal de quedar en paz con nuestras más profundas etiquetas.


El buenismo o la dictadura de la piel fina

Hablando de etiquetas no estaría mal que nos despojáramos de unas cuantas. Vivimos en un mundo global donde el encasillamiento es una constante. Pertenecemos a asociaciones de vecinos, grupos de consumo y hasta a partidos (¡Yo que tenía la esperanza que esto acabaría con el nuevo milenio!, pero se ve que no...). Nos definimos gracias a una serie de clichés y estereotipos que sintetizan de un modo u otro nuestra forma de pensar y de actuar. Esta serie de preceptos que otrora definían a unos, se han hecho extensivos a todos. El miedo a la perdida de votos, la necesidad de complacer a todos para seguir en el candelabro (¡Echo tánto de menos a la Mazagatos!), lo apropiado en política, eso de “lo pienso pero me callo”, es generalista y se palpa en todos los ámbitos, incluido el de la LIJ, uno si cabe más sensible a este tipo de fruslerías de lo correcto e incorrecto.
Por si todo esto les pareciera poco, hay que hablar de cierta paradoja dentro del buenismo imperante (sí, sí, ¡más madera!) que merece algo de atención... Últimamente han proliferado títulos sobre el emponderamiento de la mujer o el animalismo, pero sin embargo libros como El topo... de Holzwarth y Erlbruch son denostados por padres y educadores. No por escatológico, no, sino por hablar de algo tan humano como ¡la venganza! Ojo al panojo...
Pero... ¿Por qué? ¿Por qué negarse a leer libros sobre la guerra preventiva? ¿Por qué hay tantos libros con personajes negros? ¿Por qué tantos libros políticamente correctos? Cuestiones como la violencia, la venganza o la envidia que otrora estaban bastante presentes en cualquier libro infantil, han empezado a ser mirados con lupa en ese estado de sitio que llamé hace unos meses la LIJ edulcorada. Preferimos echar mano de productos paraliterarios en los que los nuevos lectores descubran las emociones o los estados anímicos, que abrirles la puerta al mundo. ¿Perdona?
Toda forma artística, llámese como se llame, tiene algo de transgresor. Romper con las normas, saltarse las concepciones, rebelarse contra lo impuesto, es algo bastante común en lo verdaderamente literario. La mayor parte de las veces con buen gusto, otras a bocajarro, los escritores tratan de ser críticos consigo mismos o con lo que les rodea, sin autocensuras o maneras. Perdónenme si les digo que lo que nos jode y nos hace mella es que no nos den la razón.
En una sociedad infantilizada (N.B.: ¡Cuántas paradojas hay en esto de la LIJ!) en la que vivimos, nos comportamos como críos que dan pataletas ante la primera negativa, ante cualquier colleja. Queremos vivir inmunes ante la realidad, ante los demás y sus maldades, ponernos una venda y ser felices, vivir en exceso de las maneras. Duele todo, todo pesa. Si ya no podemos leer palabras en los libros, palabras como “cigarro”, “amanerado” o “metralleta”, ¿dónde está el mundo? ¿dónde se queda? Sólo esperemos que obras como “La isla del tesoro” o “El guardián entre el centeno” no sean condenadas por ofensivas e insanas.
¿Y las consecuencias de todo esto? ¿Cuáles son? Nuestro espíritu crítico acaba guiado por un discurso artificial y vacuo que poco tiene que ver con la experiencia personal y la realidad que nace cada día, sino con la supuesta perfección que se espera de nosotros, algo que nos coarta y nos lleva a establecer prioridades inexistentes. Tenemos que cumplir con la sociedad y por ello reprimimos la lectura libre de nuestros hijos. Retroceso, puro y triste retroceso.


Crianza + Responsabilidad = ¿Exceso + Postureo + Mimetismo + Autocomplacencia?

No me digan lo que es un niño o un adolescente. Ya lo sé. Llevo trabajando en la educación muchos años. Criar a un niño no es sólo alimentarlo y vestirlo. Ofrecerle herramientas para desenvolverse en el mundo, empujarle a conocerlo, sosegar sus impulsos, enseñarle a ser uno mismo o enfrentarse a sus miedos, son algunas de las responsabilidades del adulto para con ellos.
Todo eso poco tiene que ver con eliminar de la faz de la tierra su propio papel dentro de este proceso. El niño también forma parte de esta sociedad, no es una marioneta, no es ningún muñeco, algo que empiezo a observar cada vez más desde que la crianza de los hijos se ha convertido en la obsesión de muchos/as, una carrera de fondo en la que todos compiten (“Si tu nene es muy listo, ¡el mío más!” “¡Ay, mi niño, el más guapo del mundo!”), un mundo excesivo donde hijos muy deseados son el último peldaño hacia la gloria divina.
A esta realidad hay que unir la omnipresencia de las redes sociales y los medios de comunicación de masas. Estamos bombardeados por opiniones e información de todo tipo. Cada día aparece un nuevo gurú que nos aconseja o alerta sobre esto o lo otro. Que si el aceite de palma, que si el dame teta, que si las papillas de cereales transgénicos, que si los libros de Gerónimo Stilton... A ello hay que añadir que Facebook e Instagram son los escenarios elegidos para hablar de las experiencias maternales, para alardear y enseñarle al mundo los maravillosos padres que somos, y claro, la cosa se torna postureo (¿Por qué se me vendrá a la cabeza eso de “Excusatio non petita accusatio manifesta”?).
Llegados a este punto hablemos del mimetismo del que participamos en estos foros. El mundo ilusorio de las redes sociales nos empuja a una homogeneización, a lo ideal. Todos queremos ser los padres perfectos, sin taras, dichosos y felices. Pero también hay que tener en cuenta que este panorama irreal donde es difícil encontrarse y estar cómodo tomando como ejemplo figuras de referencia que parecen sacadas de catálogos de Prenatal y no de la Calle Ancha, nos condena a una serie de dualidades a las que es difícil hacer frente. ¿Y si erramos? ¿Y si fracasamos? Dios quiera que no tengamos que echar mano de psiquiatras y psicólogos para ayudarnos.
En el fondo creo que este hiperpaternalismo tiene más de autocomplaciente que de práctico (Inciso: No hay termino medio. Antiguamente todo el mundo pasaba de los críos y ahora el empalague es casi repugnante), ya que acaba con la independencia de los críos en pro de las expectativas adultas, algo que también se relaciona con los libros. Los libros infantiles han pasado a ser un capricho de los padres, una herramienta proteccionista que los encapsula en un mundo deseado, etéreo, fútil y frágil. Que los niños lean lo que nosotros queremos, que construyan sus gustos y anhelos en base a los nuestros es un sinsentido ya que al final no podrán construir los propios, y su mundo y lecturas serán gobernados para satisfacer a los adultos.


La varita mágica de la LIJ: Píldoras, terapias de choque y libros que funcionan como padres

En los tiempos que corren parece que el libro infantil es el remedio de todos nuestros males. El bullying, la falta de apetito, el abuso sexual, la incontinencia urinaria o la falta de sueño son problemas que acucian a los niños y que los álbumes u otros artefactos deben resolver implacablemente, pero ¿es eso cierto?
No dudo del poder terapeútico de los cuentos infantiles, ni de que estos puedan abrirnos puertas o cerrar ventanas, pero pretender que sustituyan a los fármacos, las terapias o las figuras de referencia paternas, es algo que se me figura descabellado. El objeto libro puede ser un apoyo a la hora de afianzar hábitos y de modificar costumbres poco deseadas, pero presuponer que a través de la lectura los niños sean capaces de enfrentarse al mundo es demasiado pa'l cuerpo.
Hurgando en el pasado creo que no me equivoco al afirmar que esta concepción maniquea de lo emocional y psicológico en la LIJ tiene mucho que ver con tres cuestiones:
a) el psicoanálisis de los cuentos de hadas cuyo mayor exponente se encuentra en la obra de Bruno Bettelheim y que ha sido muy defendido por psicólogos y estudiosos de la semiótica,
b) las tendencias de animación a la lectura que se desarrollaron en los entornos educativos y bibliotecarios de la segunda mitad del siglo XX y el presente siglo (se me vienen a la cabeza la celebración de los días de la paz o la mujer como reclamo para potenciar la lectura), y
c) la producción de obras infantiles que buscaban una ruptura con ciertos estereotipos antiguos y que han servido de acicate para una visión progresista de la LIJ (Seguro que han leído Arturo y Clementina y Rosa Caramelo... pues ya saben...).
Quizá todos estas realidades tengan su razón de ser y estén más que justificadas en ciertos contextos, pero lo cierto es que, hoy por hoy, no han ayudado a la percepción que la sociedad tiene de los libros infantiles y la orientación utilitarista que se les da desde el ámbito familiar o escolar.
Por último y como síntesis, les traslado con cierta mezcla de sorna, surrealismo y tristeza, la anécdota que narraba hace poco Ana Cuesta, una compañera librera. Contaba que unos abuelos habían acudido a ella para adquirir un libro dirigido a prelectores que dijera palabras. Ella les recomendó todo tipo de libros sobre retahílas, juegos corporales o canciones, pero los clientes le espetaron con crudeza que no les servían porque los padres de la criatura jamás iban a perder el tiempo en esas cosas por mucho que ellos se empeñaran. En definitiva, ellos quería un libro que hiciera las veces de mamá o papá y le enseñara a hablar a su nieto.
¿Llegará el día en el que los libros hablen, arropen a los niños y les preparen el biberón? ¿Se publicarán libros para acabar con la impotencia sexual, la obesidad mórbida o la esquizofrenia? Si todo esto acontece algún día, una honda tristeza calará en mi corazón.


Modas literarias pasajeras

Aunque toda forma de literatura ha sido creada en un contexto espacio-temporal concreto y por lo tanto se adscribe a una forma y estilo de vida, la buena literatura tiene la capacidad de ser universal y atemporal, es decir, puede ser asimilada e interpretada por un lector independientemente de cuándo o dónde fuera gestada, y el discurso, aunque moldeable, permanece en el ideario colectivo.
Esto no sucede así con todos los libros, sino que solo unos pocos trascienden para que el resto caiga en el olvido, algo que también le ha sucedido con ciertas prendas de ropa o músicos de cualquier estilo. Es lo que llamamos las modas literarias... Pero Román, si como bien tu dices, dentro de unos años, nadie se acordará de todos estos libros evanescentes, ¿por qué te preocupan tanto?... Vamos a ver, melón, lo que me preocupa es la regla de la repetitividad, esa de la que habla la teoría de la justificación. El hecho de que este tipo de libros abunden instaura cierta justificación para con ellos que sí acaba siendo peligrosa ¿acaso no lo ves?
Tampoco debemos olvidar que las tendencias son también instrumentos comerciales. El libro infantil es un negocio en toda regla en el que autores, distribuidoras o editoriales son los primeros beneficiados y les interesa vender lo que el público reclama. Un plumero que se les ha visto a muchos con la moda de los emocionarios y los libros de valores.
Así es como entramos en el eterno conflicto entre negocio y arte... ¿Tiene responsabilidad la industria en esta realidad? ¿Las editoriales de literatura infantil están comprometidas con la lectura o consigo mismas? ¿Adaptar o ser fieles a las versiones originales de los clásicos tan poco solicitadas por el público? ¿Deben los autores escribir para comer o por amor a lo literario, para sí mismos o para los lectores? ¿Son lícitos, literariamente hablando, los encargos paraliterarios? Todas estas preguntas y muchas más en ese juego que enriquece a la industria pero empobrece al lector... ¡¿O es al revés?!


¿La literatura al servicio del mundo o el mundo al de la literatura?

Siempre he defendido que la literatura, ficticia o no, se alimenta de las vidas de los hombres, de lo que les rodea, de lo que imaginan, sienten y observan. El libro literario es la extensión poética del mundo. Es por ello que muchas veces nos resulta difícil abstraernos de la realidad para interpretar un libro, para conocer su esencia. Todos sentimos afinidad por ciertos libros dependiendo de nuestras vivencias, pero también escogemos otros por nuestros prejuicios o complejos, los valores que defendemos, nuestra formación académica o lo que detestamos. Algunos preferimos tendencias más poéticas, otros más transgresores, los de más allá se decantan por la discriminación positiva y un número ¿reducido? leen por lo que les transmite la portada.
Sin embargo y aunque no lo creamos como adultos, lo verdaderamente difícil para un niño es elegir, es no titubear ante varias propuestas de lectura, decidir qué es lo que quiere, algo que no consiste en frases publicitarias del tono “Leer te hace más libre”, sino ser libre a la hora de elegir, una tarea en la que niños y adultos entramos a formar parte, esa en la que el mundo se pone al servicio de la literatura y de paso, al de los lectores, grandes y pequeños.

*Todas las imágenes que acompañan a esta entrada pertenecen a la obra ¿Para qué sirve un libro? de Chloé Legay y publicada en castellano por la editorial Bira Biro.

8 comentarios:

Unknown dijo...

Justo me cuestionaba cómo la lectura de un libro puede hacer que los jóvenes se alejen de las trampas de "los vicios", será qué es el simple acto de leer??

miriabad dijo...

¡Toma ya, Román! Has abierto puertas y ventanas en esta casa lijera y un vendaval ha entrado a raudales.
Indispensable tu entrada, analítica, crítica, madura,... La compartiré y dejaré mi opinión a las preguntas abiertas (maravillosas preguntas) con un poco de tiempo (no se puede contestar "aquí te mato" a esta entrada).
Me ha encantado. Te digo de primeras.

Vilem Vok dijo...

Desde BiraBiro suscribimos cada una de las ideas que has expuesto con tanta claridad. Echamos en falta más gente que como tú diga las cosas como son. ¡Gracias!

miriabad dijo...

Román, creo que detrás de cada obra literaria hay un mensaje, una intención, porque el autor es subjetivo y siempre nos quiere transmitir algo.
La diferencia, en mi opinión, es que la literatura deja respirar al lector, deja que se haga sus propias preguntas y halle sus respuestas. Abre su concepción del mundo y su imaginación. Es aquello de: el lector reescribe la obra. Y por eso está sujeta a teorías e interpretaciones personales de cada uno.
Pero, no nos engañemos. Hay un mensaje, aunque sea: sueña, imagina, se gamberro, tranquilo, cuando abras los ojos estarás seguro en casa.
Mientras que la propaganda sólo te ofrece una respuesta a una pregunta que quizás ni plantée como pregunta. No respeta por tanto los tiempos del lector, ni le desea permitir otra conclusión que la suya.
Y luego está la industria, que masifica la propaganda o un éxito de la literatura replicándolo hasta el infinito.

Anónimo dijo...

Muy de acuerdo en el tema del buenismo.
Carmen

Román Belmonte dijo...

¡Muchas gracias a todos por vuestros comentarios! ¡Es una alegría saber que esta entrada a suscitado numerosas opiniones!

Bea dijo...

Muy bueno...Como siempre. Y, como casi siempre, muy de acuerdo contigo. ¡Muchas gracias!

Gabriela Mirza dijo...

Hola, me encantó el artículo. Me recordó "Todos somos censores" de Perry Nodelman, artículo que me cacheteó.
Saludos desde Uruguay